
Hace semanas que la universidad pública está de paro. Algunos ciudadanos comulgan con la causa, pero otros se preguntan si no es contradictorio defender la educación “dejando de educar”, como ocurre también cuando hay paro en cualquier otro nivel educativo. Por otra parte, aunque tenemos una universidad pública gratuita y de calidad que enorgullece a muchos argentinos, lo cierto es que las oportunidades de acceso no son realmente iguales para todos. Algunos dudan, entonces, de si “el problema de la universidad pública” no es en el fondo un reclamo relevante sólo para algunos, casi privilegiados, lejos de ser urgente en una sociedad donde más de la tercera parte de la gente sobrevive en la pobreza.

El conflicto que origina los paros y protestas universitarios estas semanas tiene que ver con dos cuestiones: por un lado, el ahogamiento económico que pone en riesgo el funcionamiento de la infraestructura universitaria, debido a que las partidas presupuestarias no se ejecutan en tiempo y forma, y a una devaluación y aumento de tarifas que hace que el presupuesto acordado un año atrás no alcance, literalmente, ni para pagar los servicios y asegurar que la Universidad continúe funcionando hasta el final del año lectivo.

Cierto es que el Estado funciona con un déficit fiscal insostenible, y alguien debe pagar los costos. Pero la decisión de dónde sacar ese dinero, lejos de ser simplemente una cuestión técnica, constituye una elección política. Y que la educación, su calidad y las condiciones laborales de sus trabajadores sean un factor de ajuste expresa, ante todo, un esquema de prioridades en el que la educación se concibe como un gasto y no como una inversión. La sociedad, en un sistema democrático, puede reclamar que esas prioridades se reconsideren. Y de eso se trata la protesta de la universidad.
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