Escribir sobre la intolerancia siempre da resultado. Cada publicación sobre el tema suma infinidad de aprobaciones en redes sociales y numerosos comentarios de la gente que suele condenar esa forma de proceder.
A la gente le encanta estar de acuerdo en que vivimos en comunidades poco tolerantes cuando no, decididamente, intolerantes. Pero los resultados de los debates sobre la intolerancia son tan efímeros como efímeras son la mayoría de las noticias que compartimos y de los artículos que escribimos.
Sirve como momento de reflexión, crítica, análisis de situación y casi nada más que eso. Está claro que a nadie le gusta recibir la etiqueta de “intolerante” salvo aquel que, por un comportamiento decididamente patológico, decide encarnar esa forma de ser. Es el “contrera”, el que opina con nada de corrección política, el que parece cómodo recibiendo dardos y rechazos, el que hace de la controversia una forma de ser alguien en la comunidad.
El resto prefiere no recibir la etiqueta, el rótulo, el adjetivo porque está mal visto ser intolerante. Lo curioso sobre el tema es que se utiliza para menoscabar al otro cuando piensa distinto y sostiene una creencia diferente a la mía.
Lo hemos visto, recientemente, en el debate antinómico por la legalización del aborto en Argentina. Hemos escuchado a sectores de la Iglesia pronunciarse sobre la intolerancia de las muchachas de pañuelo verde, sobre cómo apretaron legisladores, sobre cómo enfrentaron casi violentamente a quienes los confrontaron en las calles.
Y desde movimientos feministas condenaron las mismas y exactas prácticas de intolerancia de los sectores de la Iglesia que marcharon en torno a la consigna “defendamos las dos vidas”.
Los extremos en ambas posturas revelaron que muchos abrigan un “pichón” de intolerante que aparece cuando no hay opción alguna de diálogo.
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