Pepo tiene el pelo blanco como la nieve andina. Todas las tardes de su nueva vida en libertad, cuando Armando, el ser humano que le da de comer, se le acerca, le mete un escupitajo en la cara. Está en su naturaleza. O no. Armando Scoppa bromea que no, que es la bronca que le quedó de cuando lo explotaban en los pasillos de la villa 31. Una llama macho real usado para cotillón, para que los niños se saquen fotos con él un domingo cualquiera, como si fuera La Puna o Cochabamba. Armando entiende los rencores de Pepo con la humanidad, y deja que lance sus bolas de saliva pegajosa. Él se protege con un cartón; sabe que dos o tres impactos y ya está. Pepo no escupe más hasta la tarde siguiente.

Hay momentos y lugares a los que les sobran los eufemismos. Estas dos hectáreas arboladas en General Rodríguez no podían llevar otro nombre que el que tienen. No hay misterios en lo que Armando, Gabriela y su hermana Noemí hacen. El sitio se llama El paraíso de los animales. Es una granja de rescate, refugio y cuidado de animales y es la vida, literalmente, de estos tres seres humanos.

Gabriela y Armando y Noemí se preguntan qué será de estos animales cuando ellos no estén. Sin eufemismos. Los tres responsables (Noemí se dedica a tareas administrativas y de comunicación) son el único sostén, pero tienen entre 70 y 75 años. "Somos nosotros y nadie más, cuando me muera todo esto es de los animales, pero no hay nadie más, quién los va a cuidar, no sé", dice Gabriela, alma y madre del proyecto iniciado en 1974.

En El paraíso no hay excenciones impositivas. Y hay deudas. Lo poco que tienen lo destinan a los alimentos para sus animales. La comida para los 120 perros rescatados (34 duermen con Gabriela, sí, en la misma casa dentro de este predio, y "solo tres son civilizados", bromea) les insume 1.500 pesos por día. Los 60 gatos demandan 8 bolsas de 15 kilos de comida por mes. Cada bolsa sale $1.200. La forrajería para las 37 cabras cuesta 1.000 pesos por día. Y además hay que saciar el hambre de gallinas, patos, ovejas y más.

Gabriela financió y sostuvo su paraíso durante décadas con sus altos ingresos como peluquera de perros aristócratas de Palermo Chico ("ganaba 1.200 dólares por mes, era furor, tenía anillos de oro y me movía en remís"), y la ayuda de una empresaria estadounidense, quien les regaló, entre otras cosas, media hectárea de un terreno lindero.

El paraíso no lucra con visitas al lugar (el que quiere puede ir, pero no se cobra entrada) ni entrega animales en adopción. La única manera que tiene de subsistir es con la ayuda solidaria de socios o voluntarios, que ahora no existen.
"Yo sé que con esto no voy a arreglar el mundo. Y ahora que no hay dinero es una carga", se lamenta.
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