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Una historia para pensar

Ya en la Revolución de Mayo se reveló la idiosincracia de los que seríamos argentinos poco tiempo después. Y esa huella genética talla nuestra identidad actual.

Los revolucionarios, los que querían romper, los que decían que había que cambiar formaban un bloque nada homogeneo con otros patriotas más moderados, más expectantes de lograr un acuerdo con la corona española y con sus autoridades americanas. Los que querían romper poquito, gritar despacito, patalear sin levantar polvareda.
Los del primer grupo fundaron órganos de difusión oficial, redactaron manifiestos, fueron duros con los que consideraban que había que serlo, defendieron con convicción y con armas esas convicciones.
Los del segundo grupo esperaban que el conjunto de las naciones grandes no se enojaran, y se les enviaban señales de que nos pondríamos a sus órdenes si fuese necesario.
Hubo entre ellos celos, traiciones, desacuerdos, a poco tiempo de haber dado el primer grito libertario que nos depositaría en la independencia de 1816. No fue fácil decidir si centralismo o federalismo, si apertura o cierre, si negocios para Buenos Aires y hambre para el resto.
Y 218 años después muchas de aquellas disputas siguen vigentes: que si la totalidad de los argentinos tenemos que subsidiar a porteños y bonaerenses sus tarifas de servicios y si tiene que haber para ellos y sólo para ellos fondos de reparación histórico.
El cabildo de hoy sigue preguntando por qué la mayor concentración de riqueza, de industrialización, y de negocios sigue quedando más cerca del puerto que de la Puna o del perito Moreno.
Muchas de las discusiones de Mayo parecen sostenidas en el tiempo y se hacen patentes en momentos de crisis. Aquellos querían una patria soberana y popular, que discuta el orden económico y social, que ponga en agenda a las minorías, y que no queden a merced de nuevos imperialismos. Los de hoy quieren casi lo mismo.
Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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