Nadie duda de que alternar en el poder es bueno, pero ¿qué pasa cuando las opciones para cambiar no resultan mejores que lo que habría que cambiar?
Durante los oscuros sucesos de fines de 2001, el clamor popular se hizo unánime y al grito de “¡Que se vayan todos!” pidió una renovación política en la convicción de que el fracaso era compartido por todos los partidos políticos.
Los golpes de cacerola acompañaban el clamor de la gente reunida en las principales plazas, mientras un presidente huía por los techos de la casa rosada en helicóptero.
Pero, seamos honestos, ¡no se fue ninguno! y hasta podríamos arriesgar que ¡se quedaron todos!. En primer término, porque lo otro era un grito de hartazgo y utópico. Es muy difícil pensar un país sin una clase política, sin pensamientos e ideologías diferentes que vayan alternándose en el poder.
Si el actual era el gobierno de los CEO’s que venían a reemplazar con mentalidad empresaria a la ineficiencia del Estado, la sensación es que no lograron el cometido y están lejos de lograrlo en el lapso que les queda hasta el 10 de diciembre de 2019.
Por lo tanto, Argentina estaría viviendo el doble fracaso de ver cómo su clase política no logra mejorar la calidad de vida de los sectores más vulnerables y también cómo su clase empresaria tampoco lo logra. Que vayan décadas de estadísticas que señalen que tres de cada diez argentinos son pobres, nos hablan de nuestro fracaso colectivo.
Alternar es bueno, siempre, excepto cuando las opciones para cambiar no ofrecen ninguna garantía de cambio. Y es en esa coyuntura en la que el votante promedio queda rehén de un gobierno al que preferiría cambiar, pero no tiene con qué cambiarlo.
Sucede en la Nación, sucede en la provincia, y sucede en los municipios. Y ése no es un fracaso colectivo sino partidario porque los partidos políticos no han sabido renovarse, ni producir nuevos líderes ni liderazgos, ni opciones para un país que realmente lo necesita.

Claudio Minoldo
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