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Oscar D’Olivo: “No hay que olvidar el pasado; es lo que somos”

Por: Adriana Felici (Periodista - directora sección En Familia)

Conduce su auto hasta Córdoba, no usa lentes para leer, tiene 96 años y la energía de un hombre de… ¿50? El caroyense Florentino Oscar D’Olivo está convencido de que recordar es fundamental: “No hay que olvidar el pasado porque el pasado es lo que somos. Hay que olvidar las cosas feas pero no las lindas”.
Este hombre de impecable memoria dice que su primer nombre es por una hermana fallecida: “Fuimos 14 hermanos; ella era la número 10. Mis padres tuvieron 8 mujeres y 6 varones. Hicieron las cosas bien: fueron más mujeres que hombres. Eso es bueno para la crianza de los hermanos que vienen después y para cuidar a los padres. Yo también hice las cosas bien: tuve dos mujeres”, señala, agregando que es viudo de María Enriqueta Peschiutta, padre de Adriana, Analía, Raúl y Daniel, y tiene 12 nietos.

El negocio 
Su padre, Maximiliano Antonio D’Olivo, inmigrante desde Gemona a los 5 años, dejó huella en la Colonia como intendente durante 4 períodos, y también marcó su impronta por el “ramos generales” que puso sobre la avenida. “Era un gringuito sin estudios; no había hecho escuela. A los 11 años un pariente que trabajaba en el Ferrocarril Belgrano lo llevó a los obrajes en Tucumán. Lo pusieron de ayudante de cocina. A los 13 lo pusieron de mozo y como tuvo la suerte de atender a la gente importante del ferrocarril, a los 15 los ingenieros lo llevaron a las oficinas. No sabía leer ni escribir… aprendió todo allá. A los 21 años se vuelve a la Colonia y con unos pesitos  ahorrados alquiló un local e instaló su negocio donde ahora está la playa de estacionamiento del Súper Uno (versión actualizada del ramos generales fundado en 1903 por su padre)”.
“El negocio –prosigue- empezó con almacén, un barcito y un salón de billar. Mi madre – Catalina Nobile- se estaba por casar con un señor que tenía la florería más importante de Córdoba, pero iba a comprar al almacén, y como mi padre empezó a chamuyarla, dejó al rico por el pobre. Se jugó. Cuando se casaron a mi padre le alcanzó para comprar la cama pero no las mesas de luz, Un amigo se las prestó para que no pasara vergüenza. En aquellos tiempos dejar a un novio y casarse con otro era tremendo, pero a pesar de que había mucha prepotencia de los hombres, el abuelo era comprensivo. Me apena ver que hasta en el cementerio las mujeres perdían su apellido: Raquel G. de… ¡Terrible!. ¡Hasta en el cementerio pobrecitas perdían su apellido! Muerta seguían siendo propiedad del marido. Papá fue muy prolijo con mi madre, pero los gringos traían a las mujeres los domingos a Misa como si fuera un viaje al Caribe… Salían de Misa, subían a las mujeres a la jardinera y ellos se tomaban unos vinos en el bar mientras ellas esperaban al rayo del sol”.
Escuela primaria: “Iba a caballo a Jesús María; a la Ortiz de Ocampo porque acá había sólo hasta tercer grado. Pasaba a buscar a José Alfredo Nanini, el padre del Negrito (Héctor) y enganchaba su bicicleta en mi montura. El jefe de estación nos permitía dejar los caballos en los corrales donde guardaban la hacienda. Los ricos iban en bicicleta; los pobres a caballo. Mis hermanas –añade- fueron maestras, pero cuando le tocó el turno al Oscarcito -yo era el que más quería estudiar,- puntualiza- mi padre se fundió. Entré a trabajar con él a los 12 años. Me gustaban los números; me hubiera gustado ser contador. Como los colonos hacían su vino, papá los ayudaba a llevar los libros… No se puede creer de donde sacó tanta sapiencia. Yo era su secretario y empecé a llevar los libros de las bodeguitas. Venían a pagarnos con gallinas, huevos, vino… Papá los vendía y los sábados me tiraba unos buenos pesitos. Con eso yo era Gardelito”.

Anécdotas 
Hizo el servicio militar como oficinista en Jesús María (Instituto Militar 41), frente a la casona de Gabriel Céspedes. Desde su ventana veía las rutinas de una joven hija de Céspedes: “Todas las mañanas se levantaba y abría la ventana de su cuarto. Los soldados querían verla en deshabillé. Yo los dejaba mirarla y les cobraba cambiándoles las guardias…”, rememora risueño, y alude a los romances: “Siempre le digo a la gente joven: antes de casarte probáte todos los dulces de leche que hay… Sancor, La Serenísima, Poncho Negro… Probá todo, y después que te quedaste con uno, que traés hijos al mundo y la mujer empieza a hacer su desgaste natural, vas a querer salir a probar otros dulces de leche… Pero no; así no va; tu conciencia te va a tener siempre mal. Divertite, pero antes”.
Oscar destaca el valor de la palabra: “Después de la crisis del ’30 mi padre no tenía plata suficiente para comprar cereales. Como era muy amigo de Don Guyón, mi hermano mayor le pidió prestados 40.000 pesos fuertes. Guyón le dijo: Mano, vení mañana. Mi padre hizo cuatro documentos de 10.000 pesos, pero Guyón los rompió y dijo: Mi señora sabe, mi hijo mayor sabe y yo lo sé… Vos Mano lo sabés, tu padre lo sabe, contále a Catalina, y ya somos tres y tres que lo sabemos. Con eso era suficiente. La palabra en algunas personas sigue vigente: todavia hay gente joven que da su palabra y la cumple”.
Oscar se considera un 99% caroyense: “Mis mejores afectos son de Colonia Caroya, pero tengo un uno por ciento bien fuerte de Jesús María: allí pasé buena parte de mi juventud, porque mientras la Colonia dormía Jesús María estaba despierta, y cuando Colonia Caroya se despertaba para trabajar, Jesús María dormía. Y así sigue siendo”. 
Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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