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Para crear conciencia: la historia detrás de dos trasplantes

Por: Adriana Felici (Periodista, directora sección En Familia)

El caso de Justina Lo Cane  (al cierre de esta edición en lista de espera para recibir un corazón), una vez más enfrenta a la necesidad de seguir trabajando en la concientización sobre la donación de órganos. Según datos de diario La Nación en las elecciones del pasado 23 de octubre se registraron como donantes cerca de un 125% más de personas que en las últimas.
No obstante, falta recorrer un largo camino. Juan Carr, creador de Red Solidaria, señala que de las 800 personas que fallecen por día, sólo 10 son donantes. ¿Qué hacer para crear más conciencia? Quizá conocer las historias de personas que recibieron trasplantes sea una buena manera de entender que el dolor ante lo irremediable –la muerte de un ser querido- puede transformarse en amor.

Juan
Juan Cabrera (52), 5 hijos y vive en Colonia Caroya. Transplantado de riñón hace pocos meses, se lo puede encontrar en su herrería trabajando con su hijo varón Mauricio (las demás son mujeres). Salvo algunas cosas que evita hacer, trabaja normalmente. “Lo hacía incluso antes del trasplante, mientras me dializaba. Nunca me quedé encerrado en mi casa pensando. Me gusta sentirme útil”, dice. 
Los problemas renales comenzaron hace 7 años, y tras una neumonía empezó con diálisis. Cuatro años después los médicos le hablaron de trasplante. Esperó dos años más porque, por razones que no vienen al caso, los estudios para entrar en lista de espera del INCUCAI no se concluyeron. Finalmente una médica le hizo los estudios en Córdoba y entró en lista de espera. “A los seis meses me avisaron que estaba el riñón para mí. Mis hijas menores se estaban haciendo los estudios para donarme ellas, pero no hizo falta”.
¿Cómo vivió la espera? “Con esperanza. Pensaba: Dios debe tener un propósito para mí; por eso llegué hasta acá”, dice evidenciando apenas el esfuerzo que implicó dializarse 6 años. Hoy, Juan agradece a la familia que entregó algo de la persona amada. “Es duro perder a alguien, pero si eso tiene que suceder, enhorabuena si se le puede dar vida a otro”.
¿Cómo está su salud hoy? “Siento que empecé una nueva vida”, suspira, y al preguntarle si se siente tan bien como antes de enfermarse, con una tímida sonrisa de felicidad, responde: “Creo que sí”. 
¿Qué le diría al enfermo que espera un trasplante? “Que no pierda la esperanza; que siga adelante. Si tiene que ser, va a llegar. Dios tiene un propósito para cada persona”, reitera. ¿Y a la familia del donante? “Que aunque tengan ese tremendo dolor por la pérdida de un ser querido, quizá sirva un poco de consuelo que algo de ese ser siga viviendo en otra persona”.

Fernando 
Fernando Serantoni (44), una hija y vive en Buenos Aires. Por una afección pulmonar desde que era jovencito, le trasplantaron un pulmón. “La enfermedad quedó dormida mucho tiempo, aunque progresivamente el cansancio se hacía cada vez más evidente”, escribió en Facebook.  Fernando empeoró y -en sus palabras- recibió el primer cachetazo: necesitaría oxígeno externo.
Y ya se hablaba de trasplante como única solución. “Fue como si me hubieran arrancado el futuro de sopetón. A pesar de todo, el golpe me agarró bien parado, en una buena edad, con una excelente familia y amigos, trabajando en lo que siempre me gustó y con una hija de 5 años que se convirtió en mi combustible para pelear mil y un batallas”.
Finalmente, Fernando entró a terapia intensiva a esperar ese órgano que le permitiera seguir viviendo. El pulmón llegó, hoy lleva una vida normal, y para terminar de entender lo que significó, sólo hace falta leer lo que publicó en la red social (reproducimos un extracto): “Una de las últimas salidas antes de mi internación fue a una plaza que queda a dos cuadras de casa. Fuimos en auto…. No recordaba que la plaza estaba elevada”. Lara (su hija) aprendía a patinar, y con Annie (su esposa) apuraron el paso para llegar cuanto antes. “Al quedar solo, caminé aún más lento. A pesar de estar con el máximo flujo de oxígeno tuve que descansar entre escalón y escalón. Cuando llegué a la cima busqué el banco más cercano y me senté a disfrutar esa pequeña victoria… Si en los días o semanas posteriores me hubieran preguntado cuantos escalones tiene la plaza, hubiera contestado siete u ocho.
Algunos meses después de la operación, en plena rehabilitación, pasé caminando por aquella plaza. Me quede parado, inmóvil. Sólo eran tres escalones. Tal era mi desconcierto que hasta tuve la absurda idea de que habían modificado el acceso. No salía del asombro… En ese momento, podía superar los tres escalones sin esfuerzo; de un salto si hubiera querido. Todavía en mis recuerdos la escalera tiene siete u ocho escalones, y cada vez que paso por ahí miro para corroborar y convencerme de que son sólo tres.
Ahora todo es diferente, y hasta parece imposible que esos ocho escalones hayan sido sinónimo de adversidad. Hoy no lo serían ni doscientos. Parece imposible que era necesario un auto para hacer dos cuadras. O tener que descansar después de atarme el cordón de cada zapatilla”.

Consultas: INCUCAI (0800 555 4628) y Fundayt, España 390, Jesús María, 03525-15640731 y 442009, Lic. Ana María Marino.

Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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