Parecemos condenados a convertirnos en expertos para analizar tragedias en lugar de procurar las condiciones para que no ocurran.
Atentados en la Embajada de Israel y en la Amia, tragedia de trenes en Once, víctimas de inundaciones feroces, caída del avión de LAPA, incendio en Cromañón, o la puerta 12 en el estadio de River son algunos de los eventos trágicos que solemos olvidar, pero que se nos vienen automáticamente a la memoria cuando alguien los menciona.
Excepto los climatológicos -como fueron los terremotos de San Juan, por ejemplo- al resto de las tragedias no las vimos venir y todas ellas tenían elementos en común: precariedad, falta de manutención, errores de organización, ausencia de planes de contingencia, y omisión en la función del Estado de velar por la seguridad de sus ciudadanos.
En algunos casos, incluso, pudo haber habido connivencia de funcionarios, sobornos, coimas, en síntesis: corrupción.
Esta semana nos sumió en una nueva tragedia y una nueva tristeza con la desaparición del submarino ARA San Juan y sus 44 tripulantes. Y las preguntas se multiplican, como en los otros casos. ¿Estaba en condiciones de operar? ¿Se trató de falla humana o avería no detectada? ¿Hubo errores en la comunicación, perdimos tiempo valioso, o se hizo conforme a procedimiento y protocolo?
Y nos devuelve al debate respecto de por qué Argentina decidió desarmarse en forma unilateral desde el retorno de la democracia en adelante. No tenemos pertrechos militares en condiciones, ni maquinaria de guerra en condiciones, y no estamos preparados para ninguna hipótesis de conflicto.
Baste pensar, para comparar un ejemplo sudamericano, que Brasil destinará u$ 31 mil millones a la Defensa durante 2018 y Argentina solamente u$ 4500 millones para igual período.
Ojalá que en algún momento dejemos de ser analistas de tragedias, que hallemos en modo de mejorar nuestros mecanismos preventivos y que no tengamos que seguir lamentando hechos como el del triste destino de ARA San Juan.

Claudio Minoldo
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