Dedicado a mi tía abuela Brunita.
Cuando alguien querido ya no está, uno recuerda siempre una imagen, una postura, un detalle, una mirada, una sonrisa, o palabras que llevó, como una vestimenta, puesta en su vida…
Y así fue con mi tía abuela Brunita que quedó en mi memoria, como una estampa, sentada con un pie en el pedal de la máquina de coser y el otro en el piso, frente a una pequeña ventana pintada paradójicamente de verde esperanza que daba a un patio por donde entraba mucha luz y su pollera de lana eterna y su camisa a cuadros también paradójicamente verde agua y amarilla, bordando las agarraderas para luego dárselas a doña Dora quien las vendería en su negocio o si no terminar en una canasta esperando la ocasión de ser regalo.
“No me gusta mi nombre”, decía protestando porque no le gustaba cómo sonaba el bru bru. Y eso me causaba gracia ya que ese detalle la pintaba entera: era protestona y casi no recuerdo su risa. ¡Claro!... es fácil reír cuando se puede elegir la vida, el amor, la profesión… es fácil cuando se puede elegir ser madre y tener hijos y criarlos y elegir sus nombres y sus peinados y sus juguetes y sus lecturas y como retarlos y cómo amarlos… Era fácil para otros, pero no para ella a quien la vida colocó en un camino del que no podía apartarse, esos viejos caminos impuestos de otras épocas y por otras personas en que la palabra “elegir” no figuraba en el diccionario.
Las agarraderas eran su mundo, sus días, sus horas, el paso de los años… y allí bordaba sueños, ilusiones, deseos, y los recuerdos más profundos…!!! ¡Cuántas agarraderas con telas de pollera y blusas descoloridas y sin uso fueron sueños de amor, de palabras acarameladas, de elogios dulzones, de promesas espiraladas, de impacientes esperas, de hijos imaginados, de montañas de ropa lavada y planchada, de almuerzos convenidos, de comidas elogiadas o criticadas, de tantos gozos y de tantas decepciones… ella calcaba sobre las agarraderas dibujos como calcada era su vida…
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