Golpeamos manos. Feliciano Antonio “Tatita” Correa (80) viene atándose una cola de caballo en su largo pelo negro a juego con su extensa y renegrida barba. El “gaucho de Sinsacate” explica su apodo: “Nace porque mi mamá recitaba. A ella le gustaban los recitados fuertes; de cuchillo, de pelea… Les enseñaba a mis hermanos, pero no les gustaba. Y yo un día me pongo a pensar: cómo puede ser que mis hermanos no han aprendido. ¡Tengo que aprender! Así que agarré un libro, me puse a memorizar y empecé a recitar”, cuenta complacido.
Claro que lo de gaucho no viene sólo por el recitado: hombre de a caballo desde pequeño, el Tatita Correa también fue -y sigue siendo- gran danzarín: “De bailar, lo que me pidan… Ranchera, paso doble, vals, tango, corrido… Hasta ahora, si me dicen que baile cumbia, bailo. Me buscaban de las escuelas para que fuera a hacerles un número”.
¿Y en el Festival de Doma bailó? (primera pregunta obligada): “Me vinieron a buscar para la apertura, pero nunca quise intervenir porque no hacen las cosas bien… Esa vestimenta que usan no es de gaucho. Yo para destruir la cultura no me meto. Los jinetes van con una bombacha que es un pantalón… ¿Sabe cómo le decía mi mamá? Eso es un guaso pantalón con puño; no una bombacha”. ¿Y cómo tiene que ser la bombacha? (segunda pregunta obligada): “Bien ancha; no como un pantalón -afirma enfático. El equipo mío -explica- tiene nido de abeja (tipo de bordado a mano). Si me habré recorrido el pueblo buscando alguien que haga un bordado a mano. Pero no. Se murieron las viejitas y no queda más nadie. Las chicas jóvenes no sirven; hacen los bordados con máquina”.
Niñez
Menor de 8 hijos (4 mujeres y 4 varones), nació en la estancia La Porteña. Al año se fueron para un Sinsacate de muy pocas familias; varias de inmigrantes italianos. “Mi papá hacía trabajos de campo: araba, sembraba, trabajaba con la hacienda, relata, y agrega: Antes había mucha hacienda, pero ahora no quedó una vaca”.
Recuerdos
“Mis hermanos mayores me solían llevar a las carreras de caballos; a las cuadreras. ¡Qué lindo era! Iban las señoras viejitas y vendían empanadas, colaciones… y después ya se armaba el baile. Había guitarrero y usted iba y le pedía por qué no me toca una pieza… o por qué no me le canta al caballo… y le cantaban de acuerdo al color del caballo… Pero las cuadreras no se hacen más”, lamenta. No es su única añoranza: ya no va a fiestas gauchas “porque no son verdaderas”, y se aflige por los desmontes: “Antes había muchas plantas. Pero han destruido mucho. En vez de dejar franjas de monte sacaron todo. Y había muchos bichos -gato montés, zorrinos, quirquinchos- pero con las fumigaciones se mueren”.
Hoy vive con su sobrina (vivió con sus padres hasta que fallecieron) y le queda una hermana viva, dos años mayor. Hacia el final, llega la cuarta pregunta obligada a quien hace unos años recibiera el Premio Chinsacat de la Municipalidad por su aporte a la cultura: el negro de su barba y cabello… ¿es suyo? “Y… hay algún “toquecito” de tintura”, acepta con una ancha y contagiosa sonrisa.
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