Una generación más joven se hizo cargo de las noches de color y coraje y tiene por delante el desafío de colocar a la fiesta en la modernidad y de repensarse.
Ya no hay excusa, ni argumento, ni razón que pueda explicar porque el festival “solidario” no puede cobijar en su organización a las escuelas que no son socias. Si la matriz fundacional fue ayudar, no hay excusa que explique por qué no se ayuda a las que también necesitan y están afuera.
Menos si se piensa, por ejemplo, que una de esas escuelas es una escuela inclusiva, que trabaja con la discapacidad. Amparados en la rigidez de los estatutos, siempre se ha dicho que la sola oposición de una escuela de las 20 socias bastará para que se impida el ingreso de una escuela nueva. O que para que ingrese una escuela nueva, tiene que salir una de las que está.
Los estatutos, dictados por seres humanos, tienen la capacidad de ser reformulados cuando no se ajustan al presente.
Las que están fuera de la doma no son escuelas privadas que reciben el aporte de una “cuota”, por el contrario son escuelas que trabajan con sectores difíciles, excluidos, con los que más necesitan. Y el hecho de que en las 20 escuelas socias haya escuelas privadas es una razón más que suficiente para consentir el ingreso de las nuevas.
Que la edición 51 haya dejado ganancias récord permite pensar en que ese “enorme voluntariado y el mejor organizado de la argentina” albergue nuevas manos, sume más voluntarios, y permita que gocen de las utilidades otras instituciones.
Después de todo, fue en la escuela más marginal de aquel momento donde surgió todo, movidos por la solidaridad, por ver que algunos alumnos se desmayaban en clase porque iban sin desayunar.
Sino se corre el riesgo de caer en la hipocresía, en la falacia, en el argumento mezquino. Después de todo, al festival lo hacemos también los vecinos, el municipio, las instituciones, los dirigentes, los que comunicamos. El Festival puede hacerse más grande y dar un nuevo ejemplo de generosidad.
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El Festival del siglo XXI

Claudio Minoldo
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