
Ni tan pacífico, ni tan manso, ni tan lluvioso, ni tan lleno de pastelitos y de negros pintados con corcho quemado. Mayo de 1810 no fue como lo pintan los actos escolares.
El escritor Andrés Rivera pintó un maravilloso fresco sobre esos tiempos: “En una tierra de vacas, contrabandistas y evasores de impuestos, ausente la base social que los respaldase, confiaron al futuro su venganza y su reivindicación. Escribieron sus proclamas en La Gazeta de Buenos Aires; trazaron, en la penumbra de la clandestinidad, un plan de operaciones que Maquiavelo hubiese aprobado; colgaron de un poste a Martín de Alzaga y fusilaron a Santiago de Liniers, dos de las cabezas más prestigiosas de la contrarrevolución; fundaron regimientos; liberaron esclavos, pardos y morenos, y con ellos conocieron la derrota en Huaqui, Vilcapugio, Ayohuma, y triunfaron, sobre los ejércitos monárquicos, en Tucumán y Salta, en Florida y Chiquitas y Chacabuco. Y, llegado el momento, no rehusaron ser implacables. Eso se les reprochó a los revolucionarios de mayo: que fueran implacables”.
Nuestra revolución de mayo no se hizo tomando té en la casa de Mariquita Sánchez de Thompson. Por el contrario, corrió sangre, hubo persecusión, mientras se propagaban las ideas sobre el porqué de habernos separado de la metrópoli española.
“Si los pueblos no se ilustran, si no se vulgarizan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que vale, lo que puede y lo que sabe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas y después de vacilar algún tiempo entre mil incertidumbres, será tal vez nuestra suerte, mudar de tiranos, sin destruir la tiranía”, planteaba Mariano Moreno respecto de las obligaciones que la revolución imponía a los dirigentes.
Tan vigentes, las palabras de Moreno nos hacen pensar en los asuntos pendientes que la revolución tiene que refrescar.
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