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Extender un cheque en blanco

La frase hace alusión a sostener un acto de fe absoluta en el otro, una confianza ciega ganada a través del tiempo por una conducta honrada.

Hubo un tiempo en que a las palabras no se las llevaba el viento. Tenían, más bien, el carácter de un documento firmado e incluso eran más que el propio documento.
Era algo esperable de la gente de bien, de la buena gente, de la que se decía eran “buenas personas”. Nuestros bisabuelos y nuestros abuelos sellaron cientos de acuerdos de palabra que cumplieron rigurosamente y que obligaban a cumplir rigurosamente a los suyos en el caso de que ellos no estuvieran.
Estaba implícito en esos acuerdos de palabra la noción de cumplimiento, por una parte, y de lealtad, por el otro. Si un “paisano”, por citar un ejemplo, ayudaba en las malas a uno de los suyos, en las buenas se obligaba a devolver la ayuda que le había sido dada.
Ese tipo de intercambios se fundaban en la confianza en el otro, en la seguridad y convicción de que se iba a cumplir con lo que se empeñaba de palabra. Y había confianza porque había cumplimiento y porque había lealtad entre quienes sellaban un pacto.
En las mesas familiares, sobraban de esas anécdotas. En toda familia había habido un caso de ese tipo de acuerdos. Y la costumbre se extendía a las cuentas familiares en los almacenes de barrio donde el “fiado” era una práctica usual. No mediaba ninguna firma, apenas si una libretita en la que se iban sumando los gastos que se cancelarían al concluir el mes.
Con la modernidad, los acuerdos de palabra fueron dando lugar a la firma de todo tipo de documentos, convenios, acuerdos, tanto que en nuestros días los acuerdos de palabra deben ser ínfimos.
Y lo que pasaba en la vida, pasaba en la política también. Si una autoridad legítimamente elegida empeñaba su palabra en ejecutar determinada obra o realizar determinado servicio, no había excusa suficiente para incumplir. Nadie iba a prometer algo que no estaba dispuesto a hacer ni iba a traicionar sus palabras.
El problema es que, hoy, resulta casi imposible hacerle cumplir una promesa a un gobernante. Y, cuando la incumple, tiene a mano una enorme excusa que justifica el haber incumplido.
Y los ciudadanos no cuentan con otra herramienta que el voto cada cuatro años para castigar esa falta de cumplimiento a la palabra empeñada.
A muchos se le hace una mueca maligna cuando se recuerda que un intendente extendió un “cheque en blanco” a quien iba a ser su sucesor y tuvo que declararse arrepentido años más tarde cuando éste traicionó principios y valores que había asegurado sostener.
En la política de nuestros días los imposibles ya no son antagónicos. Quienes piensan diferente pueden comulgar en idénticos espacios y quienes quieren lo diferente acuerdan para poder permanecer.
Hace al menos una década, un conocido politólogo señalaba que en Argentina se había roto el pacto de confianza que existió durante mucho tiempo entre la ciudadanía y sus gobernantes. Y marcaba como tarea a resolver dentro de los partidos políticos restablecer y restaurar esa confianza.
Esa tarea parece aún pendiente. No se nota que los partidos hayan formado cuadros que vengan a enaltecer la función pública. No se nota que hayan abandonado las prácticas clientelares durante las campañas políticas. No se nota que hayan formado cuadros que sepan dar un paso al costado cuando no aportan nada desde el lugar que están ocupando. No se nota que tengan la intención de lograr que la ciudadanía les crea, que confíe en ellos, que les extienda un cheque en blanco.
Y porque no hay mal que dure 100 años ni ciudadanía que la resista, cada tanto hay una ruptura en algún lugar del país, en alguna provincia, en algún municipio, que se decide a cambiar lo que parecía que nunca iba a cambiar. Hacen falta muchas más de esas rupturas para seguir en la senda del cambio.
Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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