No es casualidad que desde 2002 a la fecha, el básquet argentino nos haya dado tantas satisfacciones (y medallas) y que nos siga alimentando la esperanza.
Es cierto que este básquet es hijo de un talento repartido parejo en una serie de jugadores, pero no es sólo talento.
Cualquiera que haya escuchado a Manu Ginóbili sabe que a ese talento lo acompañó con incontables sacrificios: duros entrenamiento diarios, alimentación adecuada y saludable.
Y ni hablar de los años en que resignó tiempo de calidad con los suyos para poder triunfar en la elite internacional, en lo más alto que esa disciplina tiene: la poderosa NBA.
Lo mismo vale para “Chapu” Nocioni o para “Luifa” Scola que, sin ir más lejos, para estar en condiciones para este mundial que termina este domingo en China, se venía entrenando durísimo en un campo en Castelli. Con 39 años y poca cuerda más en el carretel de la vigencia.
Y no son extraterrestres. Son hijos del básquet de clubes de barrio, esos en los que los padres limpian la cancha, ponen plata de su bolsillo para pagar árbitros o ponen sus autos para los viajes y hasta venden choripanes para sostener un mínimo de gastos.
Son apasionados del básquet, no les gusta perder ni a las bolitas, sienten un orgullo tremendo al vestir la celeste y blanca y no dudan en resignar vacaciones para ir a representar al país en un mundial o unos juegos olímpicos.
Suplen la falta de centímetros con orgullo, defienden a sus jerarquizados rivales mostrándoles los dientes, pelean cada pelota como si fuese la última, son generosos en el reparto del juego.
Y tienen actitud y compromiso, dos de los motores fundamentales con los que cosecharon tantos éxitos en cadena. ¿Y si copiamos ese ejemplo y ponemos en marcha la patria?.
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