En los países con mayor cultura democrática del mundo, el debate público entre los aspirantes a gobernar un país o un distrito es un clásico insoslayable. De hecho, en muchos casos, el resultado del debate terminó inclinando la balanza hacia un lado u otro.
Quizás porque la nuestra es una democracia con demasiadas interrupciones, joven, en pañales, todavía no tenemos la posibilidad de ver debatir a nuestros políticos.
De hecho, el oficialismo cordobés decidió declinar de cualquier invitación a debatir con el argumento de que son muchos candidatos, se pierde el hilo del debate, y no se puede presentar ninguna propuesta en el tiempo que precisarían para ello.
Como argumento sería válido si uno no supiese que, hoy, los sondeos le dan al oficialismo una ventaja considerable sobre sus inmediatos seguidores. Con esa foto en la mano, nadie se expondría a un debate donde se podrían perder votos.
Esta semana ingresó un proyecto legislativo con el que intentarán que sea obligatorio al menos un debate entre los candidatos. Y, en ese caso, no habría como esquivarlo.
Pero es poco probable que se apruebe cuando quedan alrededor de 20 días para la elección. Es decir, que si se aprueba será para los candidatos de 2023.
De todos modos, uno puede hacer obligatorio un debate, pero no puede hacer obligatorio decir la verdad o cumplir con lo prometido. Y no siempre el voto sirvió en este país para castigar a los mentirosos e incumplidores de su palabra.
De hecho, muchos de ellos resultaron reelectos, tanto en la presidencia como en la gobernación o la intendencia.
Porque nos hemos (mal) acostumbrado a que la política sea un espacio donde todo vale, donde toda lógica se torna ilógica, y donde las enemistades duran hasta que llega un acuerdo. Y para ese tipo de práctica corriente de nada sirve un debate si la verdad está ausente y la palabra no vale nada.
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