Merece nuestro repudio y condena todo aquel que utilice su poder para envilecer a otro.
Solamente quien ha ejercido algún tipo de poder sabe sobre sus alcances y, especialmente, sobre sus peligros. Ser poderoso ha sido, desde tiempos remotos, la razón para enormes equívocos en los que el saldo resultó negativo para millones.
Hay un elevado acuerdo en que no estamos en tiempos para consentir abusos de poder porque denigran nuestra calidad como personas. No los consentimos en la política, en las comunidades en las que vivimos, ni en las instituciones en las que participamos, excepto en las que no hay democracia.
Las religiones, sin ir más lejos, son instituciones no democráticas. Los feligreses no participan de casi ninguna decisión trascendental ni deciden sobre los ritos que van a profesar o los dogmas en que van a creer.
En esas instituciones es muy frecuente, entonces, que en nombre de algún dios alguien enarbole la idea de que sus actos están guiadas por aquel ser superior y, por tanto, exentas de la justicia humana.
El problema es que ningún dios te libera de un tratamiento psicológico o psiquiátrico si en tu personalidad existe un rasgo peligroso para otros congéneres.
La reciente difusión del caso del pastor evangélico al que acusan de haber usado ese “poder divino” para abusar sexualmente de mujeres es un claro ejemplo de lo que estamos enunciando.
Y en este caso le tocó a un pastor evangélico, como en otros casos les ha tocado a sacerdotes de la iglesia católica o de otros cultos. Ningún dios consentiría que su “representante” abuse sexualmente de un feligrés. No existe ningún mandato divino ni ninguna sagrada escritura que así lo consienta.
Es cierto que en nombre de Dios se han cometido las mayores atrocidades a lo largo de la historia, pero parece haber llegado el momento para las religiones de mantener a raya a sus “ministros” y que no haya más abusos de poder. Antes que la Justicia divina, se necesita de una pronta Justicia humana.

Claudio Minoldo
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