
Hay de todo en las familias y en cada una hay una escala de valores que suele atravesarlas a lo largo de varias generaciones. Las hay que tienen en la cima de su escala al poder económico y político como el mayor valor. Y también hay familias en donde la economía se supedita al bienestar de sus miembros y casi no gravita como valor.
En estas últimas, tener no es una meta, no es un fin en sí mismo, no es importante, no es trascendente. Por el contrario, estar juntos, disfrutar de ese encuentro, compartir lo poco o lo mucho es “el” valor a proteger.
En esas familias ser es antes que tener y para ser hay que acompañar con otros valores que forman un combo a partir del cual uno puede llegar a convertirse en lo que, vulgarmente, se denomina “buena persona”.
Cuántos hay que añoran llegar a ser como fueron sus padres o sus abuelos, encarnar su bonhomía, ser respetados en la comunidad como fueron ellos, hacer cosas parecidas a las que ellos hicieron.
Pero no se llega a ser una buena persona sólo por herencia, no se trasmite como virus, ni por ósmosis. Las escalas de valores heredadas son puntos de partida, horizontes, espejos y resulta vital apropiarse de ellas, hacerlas propias, readecuarlas al contexto y la época, redefinirlas, mejorarlas, hacerlas mejor para los que vendrán luego.
No podré ser una buena persona sino trabajo para ello, sino mantengo un compromiso diario con el cambio, y sino mantengo una conherencia y constancia en cada uno de mis asuntos.
No quiere decir no equivocar, pero sí quiere decir reconocer el error, enderezar, y volver al camino. No importa cuántas veces, no importan cuántos fallos. Indispensable abrazarse a la idea de que en algún momento de la travesía se logrará arribar a la meta. O se logrará en parte.
La libertad sirve para eso. Para elegir de todas las opciones las que nos ayudar a mejorar nuestro entorno, a hacer un presente disfrutable y un futuro mejor.
Messirve
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