Podría decirse que Dionisio Micolini (92) es el último sastre de Jesús María. Único hijo varón (de cinco), nació en Colonia Caroya, creció en Jesús María, y hoy reparte sus días entre un hogar y la casa de sus hijas. ¿Cómo ve la moda actual?“Se ha perdido el buen gusto. Antes había más sentido estético; ahora todo es cachivache. A un baile había que ir de traje y corbata; sino uno no entraba. Y el traje iba acompañado de la mujer que sólo usaba vestido. Hoy veo una mujer con vestido y digo que bien está”.
El más veterano de los sastres -así se autodenomina- se apena: “Es una profesión que muere”. Tuvo su primera sastrería a los 22 años -época de trajes de 3 piezas- sobre la calle Colón, al lado del Plaza Hotel. Y quizá porque su identidad se forjó entre hilos, agujas y casimires, me pide resaltar su “performance” (así la llama) de 70 años de trabajo iniciados como aprendiz con los sastres Decanini: “Eran los número uno”, aclara hilvanando recuerdos: “Fueron cinco años que culminé con otro sastre, Tufic Blati. Después fui a Buenos Aires a aprender el corte -lo más crítico- en la academia Arbiter, la más importante de Sudamérica”.
Sin duda: en internet encuentro en venta la “Enciclopedia del cortador sastre” de Academias Arbiter.
Remontado a su niñez, evoca que tuvo poliomielitis. Lo operaron: “Fue una decisión crítica; no había las técnicas de ahora. Fue de coraje. Pero me hicieron operar porque tenía una postura rara de caminar”. Los primeros grados los hizo en Mula Muerta; cuarto y quinto en Córdoba, en un colegio religioso. “La vocación mía era el estudio, pero mis padres ya no estaban en condiciones de que siguiera en Córdoba” (Jesús María aún no tenía secundario). Entonces empezó como aprendiz de sastre. “Era un trabajo sin tanto esfuerzo físico…”, explica, y resalta haber sido gran lector. Y escritor. De su prosa, atesorada en una carpeta que me muestra pudoroso, decididamente me conmueve “Comunión en San Isidro”; maravillosa descripción (publicada en la revista Rumbos) de su primera infancia transcurrida en un galpón-escuelita, y de la fascinación de descubrir la música que, a la salida de Misa, interpretaba una orquesta. “Los únicos sonidos escuchados por mí hasta entonces eran los que me brindaba la naturaleza…”, resumió sentidamente Dionisio.
¿Y en lo personal? “Siempre me quise casar, pero no encontraba la mujer adecuada, dice sin vueltas. “A los veintipico me puse de novio con una chica muy linda y muy buena. Pero en aquel tiempo la finalidad de un noviazgo era casarse y yo no podía porque hacía poco que había empezado a trabajar... Después tuve otros amagos y tampoco prosperaron”. Hasta que llegó la mujer adecuada: Angélica. Se casaron ambos de 46 años. “Me casé casi solterón”, ríe, y cuenta que adoptaron a María Josefa y Paola que les dieron 5 nietos. Ya viudo, asegura que ellas son su sostén. “No vivo solo por si me caigo. Así que me instalé acá” (en el hogar Nuestro Lugar).
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En su segunda casa -Tucumán 883- tuvo despensa y quiosco 8 años. “Es mi casa ahora -remarca aunque viva en el hogar. Trabajé bien, pero empezó a no andar y tuve que dejar. Después me dediqué de nuevo a sastrería y me especialicé en bombachas de gaucho”.
Para terminar estos pincelazos de su vida, vale la pena contar algo que no logra ni desea olvidar: “Cuando hacía la primaria en Córdoba, mientras estábamos en Misa se derrumbó el primer piso sobre nuestro dormitorio. Nos salvamos porque estábamos en la Iglesia… Si hubiéramos estado en el dormitorio, hubiéramos sido finados por lo menos cincuenta”, sentencia. ¿Qué reflexión hace Dionisio sobre esto? “Que siento un privilegio haber vivido 80 años más. Percibo que algo tenía que hacer en esta vida. Debía tener una misión”.
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