
La Ley 26061 de Protección Integral de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes es una norma de avanzada sobre la que hay que machacar.
Pregunten a un abuelo o incluso a un papá o una mamá si los niños podían interrumpir una conversación que mantenían los mayores o si los niños podían levantarse de la mesa sin permiso o mientras el resto almorzaba o cenaba.
Pregunten si los niños tomaban alguna decisión respecto de su educación, sobre su fe, o sobre aspectos centrales de su vida.
La respuesta, seguramente, será negativa. De hecho, para la misma ley los niños eran “menores” y necesitaban de un tutor y estaban bajo la “patria potestad” de un mayor. Por mucho que patalease, ese niño recién se transformaba en un sujeto de derechos cuando alcanzaba la mayoría de edad, a los 21 años. Hasta entonces, las decisiones trascendentales sobre su vida corrían por cuenta de sus padres o tutores.
Después de años de discusiones y de declaraciones internacionales, se concluyó en que no había absolutamente ningún argumento para sostener que un niño no tenga una serie de derechos que puede ejercer por cuenta propia, empezando por el derecho a la expresión, derecho a hablar y ser escuchado, derecho a manifestar sus opiniones sin ser censurado por ello.
Pero para que esa concesión de la que hubo connivencia mundial se ponga de manifiesto hará falta un trabajo de formación ciudadana y un cambio de cultura: si no cambiamos los padres, no habrá derechos para nuestros hijos.
Y el cambio comienza por casa, sigue en la escuela, en el club, en el barrio, en la ciudad. Por ese motivo, resulta interesante que se haya puesto en marcha el gabinete de los niños en Jesús María. Porque respeta el espíritu de la Ley 26061 y porque representa una herramienta concreta de participación de la niñez en la toma de decisiones que tienen que ver con la ciudad. Habrá que replicar esa experiencia a otros ámbitos.
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